El otro día leí un post en el Facebook que decía que las personas que sonríen no son aquellas que están felices 24/7 ya que carecen de problemas, sino aquellas que han lidiado con los tuyos y han salido airosos. Y yo, como bien podrían afirmar quienes me conocen, soy el que más sonríe y el que siempre tiene un comentario gracioso para amenizar el día, y es que he usado la sonrisa para combatir la tristeza, el desanimo y a veces hasta la depresión. Si, señores y señoras, como lo lee, depresión…y ustedes s preguntarán que tomo el día de hoy el gordito este que está hablando cojudeces…como puede estar deprimido, pues, lo estoy, bueno, al menos no profundamente, aun cuando los psicólogos que conozco insistan en que tengo un rasgo suicida muy marcada.
Y es que la depresión que me viene y va, como la bilirrubina de Juan Luis Guerra, es una depresión social, una depresión a la que me inducen mis padres sin querer queriendo como diría el Chavo del 8. Resulta interesante analizar las múltiples emociones con las que bombardeo a mi psique cada domingo que paso con mi familia.
Primero la euforia, ya que cada reunión en casa de mis abuelos es un verdadero festín tan alborotado como gracioso, cocinar con mi mamá, con mi abuela y con mi hermana estrecha lazos y nos embarca en conversaciones que me hacen reconsiderar lo trascendente de lo cotidiano.
Segundo la histeria, que llega cuando mis sobrinos entran en escena, corriendo como pollos sin cabeza, gritando, jugando, llenando casa rincón de la casa de mis abuelos del sonoro rezago de una risa o carcajada.
Tercero la nostalgia, al llegar el brindis (pues sin trago no hay reunión en mi casa) recordamos a los que han partido antes que nosotros, y pedimos pro que la familia siga unida como hasta ahora, pues esa siempre ha sido nuestra mayor fortaleza.
Cuarto la impotencia, luego de almorzar y mientras mis tías recogen la mesa, nos movilizamos lentamente a la sala y nos depositamos en los sofás. Y descorchamos otro vino, o un par de cerveza (bueno 4 en realidad) y comenzamos a narrar anécdotas y mis padres y abuelos miran a mis sobrinos con ese cariño inagotable con que se ve a la vida cuando esta se va alejando, y luego dirigen sus ojos hacia a mí, en silencio, con una petición punzante pero afónica, sé que ellos quisieran que tuviese un hijo, que aunque no se avergüenzan de que sea Gay, les hubiese encantado el que sea heterosexual, que me hubiese casado y que tenga al menso un hijo, a quienes ellos pudieran abrazar y comparar conmigo cuando era pequeño. Luego, regresan sus miradas a mis sobrinos, sirven más vino o cerveza y levantan sus copas y al unísono decimos: Salud! Salud por la familia! Luego, se me estruja el corazón y me fuerzo a mi mismo a no llorar pues noto un rezago de tristeza en su mirada, la impotencia se apodera de mí, jamás tendré un hijo.
Quinto la culpa, que se traduce a un millón de oraciones que comienzan con: Y si hubiese…Y si esto, y si lo otro…luego lloro un poco, me seco, miro a mi alrededor y recuerdo que no tengo hijos, pero si una familia, que aunque no nos podamos casar en esta tierra que nos vio nacer, llevamos casi una década juntos y seguiremos así, juntos hasta el final de nuestros días…tengo una familia, de a dos, él y yo, y eso debería ser suficiente para apartarme de la depresión.
Es difícil ser gay en un país como el nuestro, y lo sería aún más si mis padres no me aceptaran y amaran por lo que soy, a pesar de que a veces siento que los he decepcionado, luego ellos me abrazan, van conmigo al cine, comemos un helado, cenamos juntos, y cuando mi gordis llama, lo pongo en el alta voz y mi mamá lo saluda tiernamente y mi papá lo invita para tomarse un par de cervezas, entonces sonrío, miro a mi alrededor y me doy cuenta que soy dichoso.
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